viernes, 15 de marzo de 2013

La Banda de Guerra

LA BANDA DE GUERRA. Corría el año de mil novecientos cincuenta y ocho, cursaba yo el cuarto grado de primaria en la escuela “Ángel Pola Moreno” en Villaflores, Chiapas. El director del plantel era el profesor Jesús Flores Meléndez, a quien cariñosamente todos llamábamos “el maestro Chú”, primo hermano de mi padre, además de querido maestro de bastantes generaciones de frailescanos. Nuestra escuela tenía la única banda de guerra que había en el pueblo, por lo mismo, encabezaba todos los desfiles cívicos que durante el año se celebraban. La banda la formaban diez cornetas que tocaban los hombres, estos usaban uniforme militar azul marino con muchos botones dorados coronados con una gorra como la que usaba el general Mac Arthur en la segunda guerra mundial y también diez tambores que tocaban las mujeres, ellas usaban un vestido a cuadros rojos y blancos, cubrían su cabeza con una boina roja. Yo deseaba pertenecer a la banda de guerra, pero existía un gran problema, quería ser “tamborero” no “cornetero”, el motivo era muy sencillo, me gustaba oír el ruido que hacen las baquetas en el cuero del tambor. La otra poderosa razón –quizás la más importante– es que había intentado sin éxito sacarle algún sonido a una corneta; al soplar, el aire se me escapaba por todos lados, menos por donde debe salir el sonido del instrumento. —Profesor, le dije al maestro Chú, –teníamos prohibido llamarle tío mientras estuviera en el trabajo– Quiero pertenecer a la banda de guerra, pero deseo tocar el tambor. El maestro Chú era gordo, moreno, con cabello ondulado, usaba un bigotito tipo Pedro Infante y también anteojos de aros gruesos. Me miró muy serio mientras trataba de ordenar los papeles que acumulaba todos los días y que se guardaba en la bolsa izquierda de la camisa blanca, me dijo: —Eso no puede ser sobrino, –él si podía llamarnos como se le diera la gana– No puede ser, repitió, ¿no te has dado cuenta que únicamente las mujeres tocan los tambores? Con pena le expuse los argumentos por los que, según yo, los hombres debíamos tocar también los tambores. —Maestro, ya sé que las mujeres tocan el tambor, pero si hay guerra ¿Acaso van a mandar a las mujeres al combate? ¿No verdad?, mejor que la banda este formada por puros hombres. Además, ya intenté tocar la corneta y no le puedo sacar ni un triste gemido. —Mira sobrinazo, si quieres pertenecer a nuestra banda, tendrás que tocar la corneta y para tu información, no va a haber guerra en la que ustedes participen, a no ser que le declaremos la guerra a los de Villa Corzo, aunque no creo que se pueda –Reflexionó mientras sonreía– Porque los villacorceños y nosotros, si le buscamos un poco, resultamos todos familia. Pero antes, te quiero hacer una pregunta: ¿Sabe tu papá que deseas estar en la banda de guerra? Hace poco me reclamó que sólo pidiendo dinero estoy. Para formar parte de nuestra famosísima banda hay que mandar a hacer el uniforme completo y sé que no es muy barato. —Sí, ya me dio permiso, me dijo que hablara con usté y que no permitiera que me hiciera comprar el tambor o la corneta, porque eso lo debe poner la escuela. El maestro Chú se rió a carcajadas, su gran panza (así le llamaba a su estomago) se reía también al mismo ritmo que su cara. —Sobrino, sé bienvenido entonces a la banda de guerra, tienes varios años por delante pa’ sacarle un buen sonido a la corneta, ve y dile al Coleto Jimeno que te enseñe, concluyó. Antonio Jimeno era el capitán de la banda de guerra, sus padres eran originarios de San Cristóbal las Casas, (a los de ahí les decimos Coletos) aunque Toño nació en Villaflores, heredó el apodo del papá. El Coleto, cursaba un grado o dos arriba que yo, aunque como casi todos en ese tiempo, estaba desfasado de edad, fácilmente era unos cuatro años mayor. Toño, generosamente se dio a sí mismo el grado de “comandante supremo” y tomaba muy en serio su papel, como responsable y líder era el solista de la banda, tenía la quijada un poco chueca, al tocar la corneta inflaba únicamente el cachete derecho, no obstante, el sonido de su instrumento era claro y entonado. Cuando me presenté a mi primer ensayo estaban todos los integrantes de la banda: Chú Seco y su diente de oro, Gil Rincón siempre sonriente, el Cantinflas Betanzos eterno enemigo del peine, Ricardo el Walterspacher flaco como palmera, Beto Sarmiento el león pelón, Manuelón Burro y otros más. —Recluta, me dijo el Coleto, soplále a la trompuda, –imaginé que el recluta era yo y la trompuda alguna de las muchachas que tocaban el tambor. —¿A cuál de todas soplo? —La que tenés en la mano, dijo, ¿A cuál más? —Ahhh. A Toño le gustaba llamar ocasionalmente “cueros” a los tambores y “trompudas” a las cornetas. Coloqué el instrumento en mis labios como lo hacían los demás, inflé el cachete derecho, luego el izquierdo, después inflé ambos cachetes y soplé: —Prrrrrrrr, prrrrrrrt, prrrrrt… Cuando iba a dar el cuarto prrrrrt, ya no salió nada. El Coleto aconsejó: —Colocá bien fuerte la boquilla de la trompuda contra tus labios y haz fuerza con el estomago no con el pulmón, dijo y agarró la corneta de órdenes, se la puso en los labios, infló el cachete derecho y… Turutu tutu tututu tutu tutu tutututu. —‘Uta ¡Chingón! Reconocí. —Recluta, ‘ora vas tú de nuevo, ordenó el Coleto. —Prrrrt prrrt. —Ya está bueno, creo que te voy a tené que emboquillá la boca pa’ que toqués a toda madre. Me habían advertido, que la emboquillada consistía en que el Coleto le pegaba un manotazo a la campana o parte ancha del instrumento, con el fin de lastimarte los labios y así se te formara un callo en ellos. —Toño… —¡Comandante supremo, cabrón!, ¡Que no se te olvide! —Perdón comandante supremo, ¿porqué no hablamo de la emboquillada hoy en la noche?, te invito que mejor nos emboquillemo unos taquito en los portales, con doña Elvirita. —‘Ta bueno, solo porque es tu tío el maestro Chú, no te emboquillo ‘orita, nos vemo en la noche, pero te advierto que no como tacos, yo únicamente me emboquillo con pollo. De esta manera fue como hice mi ingreso a la fabulosa banda de guerra de la Ángel Pola. Ensayábamos en la escuela por las tardes, en ocasiones, el comandante supremo nos llevaba a otro lugar; marchábamos en dos filas, una de tambores y otra de cornetas, Toño marchaba adelante, de pronto levantaba la “Trompuda” y con la otra mano tapaba la campana, era la señal de “atención”. Las cornetas se llevaban a los labios, inmediatamente después, el Coleto se trenzaba en un frenético movimiento de la mano que llevaba el instrumento, se supone que con los giros y demás señales que hacía con la mano libre, nos indicaba el toque que debíamos ejecutar, por cierto, únicamente sabíamos “paso redoblado” y ya. Un día antes de desfilar llevábamos los instrumentos a casa para sacarles brillo, después teníamos que vestir las cornetas con un cordón rojo. Nos proporcionaban también unas bolitas rojas llamadas golpes, que nos colocábamos en los antebrazos del uniforme. Llegó el 20 de Noviembre, día del desfile que celebra la Revolución Mexicana; a las cuatro de la madrugada pasaron por mí los compañeros de la banda de guerra y tocaron “paso redoblado” en la ventana donde dormía mi papá, quien se cayó de la cama cuando sonaron tres cornetas a medio metro de su oído, aseguraba que por el susto, a partir de ahí se volvió hipertenso y pre-diabético. Despertamos de igual manera a todos los compañeros y le dimos la última ensayada a nuestro único toque justo en el parque central. En punto de las ocho y media estábamos uniformados y listos para encabezar el desfile, que iniciaba y concluía enfrente del palacio municipal después de haber recorrido las principales calles de la ciudad. Como siempre, la presencia de la banda de guerra alegró el desfile y fue aclamada por todo el público. Estábamos finalizando el evento frente al Palacio Municipal, cuando vi aparecer a mi archienemigo “el Remache”, un chaparrón aprendiz de mecánico, que ostentaba orgullosamente las tres efes del dicho: era feo, fuerte y fendejo. Los compañeros decían que estaba “enviejado”, tenía los cargos de presidente, secretario y creo que único miembro del club “Odiamos a Enrique Orozco”. Siempre ignoré el motivo por el que le caía tan mal a este sujeto, cuando me vió uniformado frunció el ceño y no me quitaba la vista de encima, después de una serie de toques de la banda, se acercó a mi corneta, inmediatamente se percató de que mi instrumento no sonaba como los otros, con aire de triunfo dijo alzando la voz: —Velo, mirálo ¡Este jaragán no está tocando nada! Para corroborar su afirmación, acercó la oreja a la campana de mi corneta esperando el siguiente toque, estaba listo para hacer añicos mi reputación como incipiente cornetero. Solicité la intervención de los ángeles y arcángeles del cielo, pues había visto en las estampitas que el cura nos obsequiaba, que ellos tocaban las cornetas celestiales, e invocándolos con todas mis fuerzas, apreté la trompuda contra mis labios, al mismo tiempo que Toño comenzó con el ritual de mover desquiciadamente su trompuda y con la oreja del Remache pegada a mi corneta, lancé un toque tan agudo que me sorprendió y que seguramente rompió algunos cristales de la presidencia municipal. El cuerpo del Remache se cimbró, puso los ojos en blanco, lentamente se sentó en el suelo y pasado un buen rato salió del lugar con el paso tambaleante e inseguro que lucen los borrachos al terminar el maratón Guadalupe-Reyes. Me contaron que el Remache quedó tan mareado que tardó varias horas para encontrar la puerta de su casa. Toño Jimeno, el coleto, logró a base de perseverar, hacer que de mi trompuda saliera por fin un sonido decente que bastante se parecía a lo que tocaban mis compañeros. Cada vez que tenía oportunidad, tomaba uno de los tambores y ensayaba los toques que el comandante supremo les había enseñado a las mujeres de la banda, procuraba que nadie me viera porque inmediatamente me decían que estaba mampeando. El final de la etapa de la escuela primaria llegó demasiado pronto, formé parte de la banda de guerra durante tres años. Recibí mi certificado de primaria en mil novecientos sesenta. Estaba con mis padres en el baile de coronación de la reina del plantel, evento de los más concurridos durante el año, cuando el coleto llegó bien uniformado hasta donde me encontraba, me dijo: —Quique, echáme la mano, tenemos que tocar pa’ hacerle honores a la bandera y no encuentro a nadie, los cornetas no quisieron entrar y todas las tamboreras traen zapatillas y lo que quieren es bailar no tocar con la banda. Fuimos por la parte de atrás donde estaba el trono de la reina, me di cuenta que estaríamos tapados por el trono y como faltaba un tambor le propuse a Toño: —Comandante, si querés, yo puedo tocar el tambor mientras vos le das a la trompuda. —Qué, ¿Acaso sabés tocar los cueros? Preguntó Toño. —Los cueros todavía no, pero si los tambores, dije. —Es lo mismo totoreco, dijo el comandante. Toño, como siempre, tocó un solo de corneta como el sabia hacerlo, cuando oyó cómo sonaba el tambor, subía y bajaba las cejas con signos de admiración, verdaderamente se oyó muy bien como tocamos el Coleto y yo. Al terminar el acto de honores a la bandera, Toño me abrazó, me felicitó y no me besó porque me hice a un lado y no le atinó al cachete por tener la boca chueca, todo por lo bien que toqué el tambor. No volví a ver a Toño Jimeno pues emigré al Distrito Federal para continuar con mis estudios, pocos años después me enteré, con mucha tristeza, que el Comandante Supremo murió muy joven en un accidente de motocicleta en la carretera Tuxtla-Villaflores. Hace unas semanas, tuve un sueño en el que Toño Jimeno llegó a saludarme, lo abracé con mucho entusiasmo: —Toñito, coletito… —¿Qué cosa? ¡Comandante supremo, cabrón! ¡Que no se te olvide! —Perdón comandante supremo. El Coleto estaba igual que la última vez que lo vi en el baile de la reina de la escuela, me sonrió y dijo: —Recluta, te vine a ver pa’ preguntarte si querés tocar con nosotros en la banda de paz que estoy organizando en el cielo, ya están ahí casi todos los compañeros, ¿Te animás? —Comandante Supremo, le dije, en este momento no puedo tocar con ustedes, tengo mucha ropa que planchar, pero en cualquier momento por allá les caigo, por cierto ¿No anda por ahí el Remache? —Si, ahí está, aunque anda todo jodido, dice que un pendejo lo dejo sordo de un cornetazo que le tocaron en la oreja ¿Sabés quién fue? Preguntó el comandante supremo. —No sé, le mentí, ya ves que no faltan los pendejos que ven una corneta y ponen su oreja muy cerca. —Si pué, tenés razón, por cierto, ya están a punto de darle sus alas a ese compa. —Qué ¿ya lo hicieron ángel? —Le darán sus “alas azules”, pero los cigarros, ese güey está en el purgatorio y si no se compone lo van a mandá de nuevo al mero infierno. —Comandante ¿Existe el infierno? El Coleto enchuecó la boca en algo que pareció una sonrisa y dijo: —Si pué, ¿Dónde creés que estas vos? MVZ. Enrique Orozco González.